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Posts Tagged ‘autocrítica’

Estrenan «Hannah Arendt», de Margarethe von Trotta en España.

En Wikipedia, en castellano hay -no es ninguna broma- una biografía preciosa de Arendt para que leáis lo que os plazca, de lo larga que es.

Intro de redaragon.com (Siguiendo este link está también el tráiler, primero en castellano, después en versión original con subtítulos):

Hannah Arendt, filósofa, pensadora y periodista judía exiliada en los Estados Unidos, es enviada a Jerusalén por The New Yorker a cubrir el jucio del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, quien es juzgado y condenado a muerte. Durante cuatro años trabaja, marcada por la controversia, en un libro titulado Informe sobre la banalización del mal, que provoca inmediatamente un escándalo internacional. Por boca de la filósofa, la película nos recuerda que los crímenes más atroces pueden ser cometidos por gente normal que se limita a hacer lo que le dicen, y eso es un argumento clave para entender nuestra era.

Y os dejo también el fragmento de HANNAH ARENDT, La banalidad del mal (Lumen, Barcelona, 2003, págs. 83-85), en que discute la perversión que hace Eichmann de Kant, porque él dijo haber seguido a Kant en momentos de su vida previos (Kant se puede leer de muchos modos, pero el de Eichmann no es uno de los posibles: como dice Hannah, el asesinato, por ejemplo, en Kant, es terrible, tú no puedes querer asesinar a nadie, puesto que si esa acción fuera reversible, del mismo modo mecánico podrían asesinarte o mandarte sin reparo a un campo de concentración; además, Eichmann actuaba ciega y acríticamente…).

 Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal
8. LOS DEBERES DE UN CIUDADANO CUMPLIDOR DE LA LEY

Así vemos cómo Eichmann tuvo abundantes oportunidades de sentirse como un nuevo Poncio Pilatos y, a medida que pasaban los meses y pasaban los años, Eichmann superó la necesidad de sentir, en general. Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así locreía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley. Eichmann presentía vagamente que la distinción entre órdenes y ley podía ser muy importante, pero ni la defensa ni los juzgadores le interrogaron al respecto. Los manidos conceptos de «órdenes superiores» y «actos de Estado» iban y venían constantemente en el aire de la sala de audiencia. Estos fueron los conceptos alrededor de los que giraron los debates sobre estas materias en el juicio de Nuremberg, por la sola razón de que producían la falsa impresión de que lo totalmente carente de precedentes podía juzgarse según unos precedentes y unas normas que los mismos hechos juzgados habían hecho desaparecer. Eichmann, con sus menguadas dotes intelectuales, era ciertamente el último hombre en la sala de justicia de quien cabía esperar que negara la validez de estos conceptos y acuñara conceptos nuevos. Además, como fuere que solamente realizó actos que él consideraba como exigencias de su deber de ciudadano cumplidor de las leyes, y, por otra parte, actuó siempre en cumplimiento de órdenes —tuvo en todo momento buen cuidado de quedar «cubierto»—, Eichmann llegó a un tremendo estado de confusión mental, y comenzó a exaltar las virtudes y a denigrar los vicios, alternativamente, de la  obediencia ciega, de la «obediencia de los cadáveres»,  Kadavergehorsam, tal como él mismo la denominaba.

Durante el interrogatorio policial, cuando Eichmann declaró repentinamente, y con gran énfasis, que siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber, dio un primer indicio de que tenía la vaga noción de que en aquel asunto había algo más que la simple cuestión del soldado que cumple órdenes claramente criminales, tanto en su naturaleza como por la intención con que son dadas. Esta afirmación resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega. El policía que interrogó a Eichmann no le pidió explicaciones, pero el juez Raveh, impulsado por la curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general sorpresa, Eichmann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: «Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales» (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras preguntas, Eichmann contestó añadiendo que había leído la Crítica de la razón práctica. Después, explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final, había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había consolado pensando que había dejado de ser «dueño de sus propios actos» y que él no podía «cambiar nada». Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel «período de crímenes legalizados por el Estado», como él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del «imperativo categórico del Tercer Reich», debida a Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: «Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos» (Die Technik des Staates, 1942, pp. 15 -16). Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su «razón práctica», encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley. Pero también es cierto que lainconsciente deformación que de la frase hizo Eichmann es lo que este llamaba la versión de Kant «para uso casero del hombre sin importancia». En este uso casero, todo lo que queda del espíritu de Kant es la exigencia de que el hombre haga algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio que hay detrás de la ley, con la fuente de la que surge la ley. En la filosofía de Kant, esta fuente era la razón práctica; en el empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la voluntad del Führer. Gran parte de la horrible y trabajosa perfección en la ejecución de la Solución Final —una perfección que por lo general el observador considera como típicamente alemana, o bien como obra característica del perfecto burócrata— se debe a la extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las leyes no significa únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que obedece. De ahí la convicción de que es preciso ir más allá del mero cumplimiento del deber. Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del «hombre sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones. En Jerusalén, Eichmann reconoció haber hecho dos excepciones. Durante aquel período en que cada alemán, de los ochenta millones que formaban la población, tenía su «judío decente», Eichmann prestó ayuda a un primo suyo medio judío y a un matrimonio judío de Viena, en cuyo favor había intercedido su tío. Incluso en Jerusalén, estas desviaciones le hacían sentirse un tanto descontento de sí mismo, y cuando en el curso de las repreguntas le interrogaron al respecto, Eichmann adoptó una actitud de franco arrepentimiento y dijo que había «confesado sus pecados» a sus superiores. Esta impersonal actitud en el cumplimiento de sus asesinos deberes condenó a Eichmann ante sus jueces, mucho más que cualquier otra cosa, lo cual es muy comprensible, pero según él esto era precisamente lo que le justificaba, tal como anteriormente había sido lo que acalló el último eco de la voz de su conciencia. No, no hacía excepciones. Y esto demostraba que siempre había actuado contra sus «inclinaciones», fuesen sentimentales, fuesen interesadas. En todo caso, él siempre cumplió con su deber. El cumplimiento del «deber» al fin le condujo a una situación claramente conflictiva con las órdenes de sus superiores. Durante el último año de la guerra, más de dos años después de la Conferencia de Wannsee, Eichmann padeció su última crisis de conciencia. A medida que la derrotase aproximaba, Eichmann tuvo que enfrentarse con hombres de su propia organización que pedían insistentemente más y más excepciones, e incluso la interrupción de la Solución Final. Este fue el momento en que abandonó las precauciones y, una vez más, se permitió tener iniciativas; por ejemplo, organizó las marchas a pie de los judíos desde Budapest hasta la frontera austríaca, después de que los bombardeos de los aliados hubieran desbaratado el sistema de transportes. Corría el otoño de 1944, y Eichmann sabía que Himmler había ordenado el desmantelamiento de las instalaciones de exterminio de Auschwitz y que la matanza de judíos iba a terminar. En esta época, Eichmann tuvo una de sus poquísimas entrevistas personales con Himmler, en el curso de la cual se dijo que este gritó a aquel: «Si hasta el presente momento se ha dedicado usted a liquidar judíos, de ahora en adelante y hasta nueva orden se dedicará usted a cuidar judíos, a ser su niñera. Debo recordarle que fui yo, y no el Gruppenführer Müller, ni tampoco usted, quien en 1933 fundó la RSHA. ¡Y aquí soy yo el único que da órdenes!». El único testigo que podía corroborar lo anterior era el muy dudoso Kurt Becher. Eichmann negó que Himmler le hubiera gritado, pero no negó la realidad de la entrevista. Probablemente Himmler no pronunció exactamente las palabras que se le atribuyen, puesto que seguramente sabía que la RSHA fue fundada en 1939, y no en 1933, y no por él sino por Heydrich, con su aprobación. Sin embargo, probablemente ocurrió algo parecido a lo relatado. Himmler, en aquel entonces, daba órdenes a diestro y siniestro en el sentido de que los judíos debían ser bien tratados —eran su más «segura inversión»— y la entrevista debió de constituir una triste experiencia para Eichmann.

UNA DE LAS REPERCUSIONES MÁS CONTROVERTIDAS  DE EICHMANN EN JERUSALÉN:

Controvertidas, bioéticamente hablando: siempre surge eso de que «estos experimentos no debieron hacerse jamás». Os dejo dos de los vídeos que más me han molado:

El experimento de Milgram, sobre la obediencia a la autoridad:

Aunque eso que concluye de que «la obediencia ciega forma parte de la condición humana» me parece mogollón de bestia. O sea, si te acostumbras a que te adiestren, OK. Si no olvidas de vez en cuando hacer autocrítica y repensarte… pues obedecerás a unas leyes que pueden haberse quedado desfasadas porque las situaciones, nosotros, nuestro entorno… está en continuo cambio, no somos los de ayer. No somos quienes seremos mañana. Ha habido cambios, aunque lo que hagamos sea lo mismo… Pero dudo que la obediencia ciega no sea aprendida, y, como tal, se podría desaprender y desechar, porque no ayuda ética, política, epistemológicamente… a vivir mejor.

Y el experimento de la cárcel de Stanford, a raíz del de Milgram:

 

y referencias a otros tantos vídeos sobre Milgram, que me molan tanto que no puedo dejar de ponerlos:

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